Ciencia

Catedral de luz

Imaginad una catedral un kilómetro de ancho, un kilómetro de largo y un kilómetro de altura. Imaginadla a oscuras. De repente, la oscuridad se convierte en luz. Esa luz ilumina cientos de esferas, plantadas a intervalos regulares, como gigantescos racimos de uvas, como árboles lunares. Cada esfera es un dispositivo que convierte la luz que recibe en una señal eléctrica.

Viajando a la velocidad de la luz, las señales salen del hielo y penetran en un edificio plantado en mitad de la meseta congelada, donde son procesadas por poderosos ordenadores. El edificio parece una nave espacial plantada en un planeta hostil y en cierto sentido lo es. Se trata de la base Admundsen-Scott, diseñada para soportar las condiciones extremas que se dan en el lugar más inhóspito de la Tierra. Estamos en el polo sur geográfico, en mitad del altiplano antártico, a más de tres mil metros de altitud, un auténtico desierto congelado donde, algunas noches de invierno hace más frío que en Marte, donde, durante seis meses al año, no amanece. Aquí viven y trabajan los científicos que cuidan, como si se tratara de un bebé, del detector

IceCube, la catedral de hielo. IceCube es capaz de detectar neutrinos de inconmensurable energía, algunos de ellos procedentes de galaxias lejanas. Estudiándolos, los físicos de partículas tratamos de comprender mejor el Universo.

Y ahora, imaginad. Imaginad que un día, las señales de los neutrinos que llegan a IceCube muestran una extraña regularidad. Imaginad que, estudiándolas, descubrimos que esa regularidad no es sino un código Morse. Alguien está utilizando esas partículas para comunicarse con nosotros. ¿Por qué neutrinos? Quizás porque este mensaje solo está dirigido a civilizaciones lo bastante avanzadas y lo bastante curiosas como para construir detectores como este.

¿De quién viene el mensaje? Quizás de una civilización avanzada que se extiende por toda la galaxia. ¿Y qué dirá? Quizás, una sola palabra, que camibará para siempre el destino de nuestra especie: Bienvenidos.