Truenos y relámpagos iluminan un mar embravecido, mientras un barco naufraga bajo las olas. No es una tormenta cualquiera, sino una tempestad inclemente e implacable, la que da inicio a la obra más enigmática de Shakespeare: La tempestad. Cuando llega la calma, descubrimos un mundo distinto del nuestro, un islote deshabitado en las Antillas, aunque regido por nuestras mismas preocupaciones: la libertad, el poder y el capital.
La tempestad se ha interpretado a menudo como una reflexión sobre el colonialismo y los nuevos mundos felices
La isla pasa a ser gobernada por Próspero, el duque de Milán, traicionado y abandonado por su hermano Antonio durante la tormenta. Pasados doce años, Próspero aprende a usar la magia de la isla y somete a su único poblador, el abatido y demonizado Cáliban, convertido ahora en esclavo. Tras años de planear venganza, Próspero vislumbra su oportunidad. Con la ayuda del duende Ariel, encuentra la manera de destruir el barco de su hermano y sus hombres se ven arrastrados a la orilla.
La justicia es el tema en que Shakespeare nos hace pensar hasta el final, ¿Es Cáliban el legítimo dueño de la tierra?
Pero a medida que Próspero y Ariel están cada vez más cerca de capturar a Antonio, Cáliban se alía con algunos de los marineros para recuperar el control de la isla. Shakespeare sabe que el poder es un objetivo en movimiento; y según vamos sabiendo de las historias de los personajes, empezamos a plantearnos si no estamos en un círculo vicioso. Antonio fue malvado con Próspero, pero Próspero se apropia de la isla y esclaviza a Cáliban, el legítimo heredero de la isla. ¿Conseguirá Cáliban recuperar la isla? ¿Conseguirá Próspero regresar a Milán?