¿Imaginas un país en el que leer estuviera prohibido? Ray Bradbury lo hizo en su novela Fahrenheit 451, un mundo sin libros. El protagonista, Montag, tiene un trabajo de lo más singular: quemar libros. No debe quedar ni uno. En la ciudad en que vive, los medios de comunicación monopolizan la información y, de este modo, anulan toda posibilidad de pensamiento independiente. Por ejemplo, las paredes del salón de la casa de Montag están ocupadas por grandes pantallas; en el metro, la publicidad abruma a los viajeros; las radios (radiorreceptores) no dejan de sonar.
Fahrenheit 451 equivale a 232´8 ºC, la temperatura a la que arde el papel
En Fahrenheit 451 se describe un mundo dominado por la vigilancia y la realidad virtual: una visión profética que, además, expresaba la preocupación de una época, la Guerra Fría. Alarmado por la represión cultural y las obsesivas investigaciones del Gobierno de los Estados Unidos (que con frecuencia apuntaban a artistas y escritores), Bradbury quiso alertar del peligroso precedente que esas políticas constituían para futuras censuras. En su memoria latía la destrucción de la Biblioteca de Alejandría y la quema de libros a manos de regímenes fascistas.
Siguiendo al poeta Heine, la escritora Irene Vallejo, en El infinito en un junco, señala que «allí donde queman libros, se acaba quemando personas»
El mérito de la novela es incuestionable como obra de ficción distópica, género que magnifica lo peor de nuestro mundo hasta hacer que nos parezca un infierno. En Fahrenheit 451, el gobierno aprovecha la escasa capacidad de atención de la población y el interés por el entretenimiento vacío de contenido para reducir a cenizas la libertad de pensamiento y de expresión. Es la parábola de una sociedad cómplice de su propia destrucción.