Cuando nos preguntan cuántos sentidos tenemos, la respuesta más habitual es que cinco: la vista, el olfato, el gusto, el oído, y el tacto. Podemos sentir la luz, los olores, sabores, los sonidos y la presión y temperatura porque venimos equipados con unos detectores de lo más sofisticado. Cada una de esas sensaciones las percibimos porque tenemos células especializadas en registrar información del exterior y que nos permiten reaccionar ante el peligro, disfrutar de las comidas que más nos gustan, o escuchar una canción.
El 80% de la información que recibimos del exterior nos llega a través de los ojos. ¿Sabías que las imágenes registradas por el ojo se forman del revés, y que es el cerebro el que las invierte para que lo de arriba lo veamos arriba, y lo de bajo, abajo?
Casi todos los sentidos (cuatro de ellos) tienen esos detectores concentrados en zonas concretas del cuerpo: la vista, en los ojos; el olfato, en las mucosas olfativas de la nariz; el gusto lo percibimos en las papilas gustativas de la lengua; y las vibraciones que componen el sonido las registramos en el tímpano, una membrana situada en el oído. Sin embargo, los receptores del tacto están extendidos por toda nuestra piel, es decir, ¡sobre todo el cuerpo! Hay zonas de la piel que son más sensibles que otras, pero toda ella tiene la capacidad de experimentar cambios de presión, de temperatura, y en general toda una serie de datos que nos informan de si un objeto es afilado y nos hará daño, o de si es suave y será agradable tocarlo.
La piel es el órgano más grande que tiene el cuerpo. Y no solo nos sirve para sentir: también nos protege del exterior, y en ella se sintetiza la vitamina D. ¡Es multitarea!
La capa más externa de la piel es la dermis: la que vemos cuando miramos a alguien. ¿Sabías que todas las células de la dermis se renuevan, más o menos, cada dos meses? Podríamos decir que, cada poco tiempo, la imagen que vemos de los demás es completamente nueva. Pero los detectores del tacto no están en esta capa, sino en la que viene a continuación, y que se llama epidermis. En ella, encontramos sensores especializados para estímulos distintos: termorreceptores, para la temperatura; los mecanorreceptores, que pueden ser de muy diferentes tipos; y unos especiales para el dolor, que se llaman nociceptores. Todos ellos, cuando detectan algo, envían un impulso nervioso al cerebro, que interpreta la información y nos permite distinguir entre caricias y pellizcos, ¡ay!
La capa más interna de la piel es la hipodermis, que es principalmente tejido graso que nos aísla del frío y del calor, y nos permite mantener una temperatura constante
Y es curioso que, aunque nos parezca que deberíamos saberlo ya todo de algo tan común como es la piel y el sentido del tacto, los científicos y científicas siguen descubriendo nuevas cosas sobre los receptores instalados en ella. Por ejemplo, en un trabajo publicado en la revista científica Science Advances en abril de 2020, se estudia cómo los receptores de la piel no trabajan individualmente, sino que la información registrada por un sensor se propaga a lo largo de la piel (en el caso del estudio, a lo largo de la mano) como una onda mecánica (como se propaga el sonido en el aire). De esta manera, todo el conjunto de sensores de la mano participa en equipo en la recepción del estímulo, lo que proporciona más sensibilidad a la hora de distinguir texturas y formas. ¡Alucinante!