Juegos

20 puntos en 4 minutos

 

Desde edad muy temprana, Jason McElwain fue diagnosticado de autismo; tenía severas dificultades para relacionarse con otros niños pequeños y tanto sus familiares como los médicos albergaban serias dudas sobre las posibilidades de su futuro desarrollo, que se antojaba muy limitado. Sin embargo, con mucho esfuerzo, a sus dieciocho años, Jason, luchaba por obtener el título de secundaria y graduarse en el instituto Greece Athena de Rochester.

La gran pasión de Jason era el baloncesto. Aunque no pertenecía al equipo como jugador, el entrenador le permitió ejercer como utillero durante los años que cursó estudios allí. Jason lucía orgullosamente el sonoro título de «manager», aunque se limitaba a preparar las cosas en el vestuario o preocuparse de que los jugadores tuviesen todo lo que necesitaban. Vivía los triunfos y las derrotas de sus compañeros de equipo con una intensidad que pronto se hizo célebre en el instituto.

Llegado el último partido del último año que Jason iba a pasar en el instituto, ese mismo entrenador decidió tener un detalle con él aprovechando que jugaban en casa. A falta de tan solo cuatro minutos para el final del partido, el equipo local ya vencía por una cómoda diferencia. Y Jason recibió la pelota por primera vez en sus años allí. Ante la ruidosa expectación de los asistentes, lanzó por primera vez a canasta. Nada. Muy mal. El balón no llegó ni a tocar el
aro. También falló un segundo tiro, y todo el mundo en el banquillo lo animó. Y llega el tercer intento. A la tercera, dicen, va la vencida. Es un tiro triple. Jason lanza… y encesta.

Jason lo vuelve a intentar, otra vez desde más allá de la línea de tres puntos… y lo vuelve a conseguir. Otro triple. Las gradas estallan otra vez. Los jugadores del banquillo se vuelven locos. Y de repente, otro intento de triple… y otro acierto. Y otro. Para cuando encesta su sexto y último triple en solamente cuatro minutos de partido —sus únicos cuatro minutos en el equipo, en los que anota la friolera de veinte puntos—, para cuando el último balón entra en la red casi mientras suena la bocina del final, las gradas se han convertido en una fiesta.

La historia de Jason llegó a todos los EEUU e incluso el presidente Bush hizo una parada en Rochester para hacerse una foto con él. Lo realmente conmovedor en todo este asunto no fue Jason. Lo realmente conmovedor son las imágenes grabadas de sus compañeros de equipo. Los jugadores que estaban volviéndose locos en el banquillo, haciendo gala de una alegría pura, inmediata, auténtica, explosiva. Sin que hubiese por medio trofeos, ni dinero, ni escudos de clubes dirigidos por millonarios; sin banderas de selecciones, sin rivalidades estúpidas ni portadas de periódicos hablando del próximo «partido del siglo».

Saltaban de alegría porque un compañero, un amigo, estaba viviendo el momento más feliz de su vida. Cada uno de ellos diferente, de su padre y de su madre, pero todos unidos por una misma causa. Una causa humana, constructiva, verdadera. Eso es un equipo. Esos son unos ganadores. No hay trofeos ni récords ni títulos, pero eso, amigos, eso es el deporte de verdad.