MOMIAS
Los egipcios eran muy concienzudos con sus momias: creían en la vida después de la muerte, así que los cuerpos de los muertos debían conservarse en buenas condiciones para disfrutar del más allá. Por eso, cada órgano se conservaba en un vaso canope diferente: uno para el hígado, otro para los pulmones, otro para el estómago y un cuarto para los intestinos. Gracias a un largo y fino garfio, ¡el cerebro se extraía por el agujero de la nariz! Pero el corazón se dejaba dentro del cuerpo: no debía separarse de la persona porque contenía su pensamiento y sus sentimientos.
Los vasos canopes imitaban la forma de los cuatro hijos del dios Horus: Amset (cabeza humana), Hapi (un mono babuino), Duamutef (un chacal) y Kebehsemuf (un halcón)
Después de extraer los órganos, el cuerpo se sumergía en natrón, un mineral en polvo que servía para conservarlo. Después, se lavaba con perfumes y empezaba a envolverse: para vendar a una momia se utilizaban centenares de metros de tela. Los embalsamadores podían tardar hasta dos semanas en cubrir todo el cuerpo con vendas de lino.
El nombre natrón procede de la palabra egipcia «ntr» que significa “divino”. Los antiguos egipcios creían que esta sal purificaba los cuerpos para la vida eterna
Las momias del Antiguo Egipto son las más conocidas, tal vez porque sus tumbas estaban llenas de tesoros, leyendas y maldiciones. Pero en la otra punta del mundo, en la cordillera de los Andes, existían otro tipo de momias: los cuerpos de los humanos sacrificados para honrar a los dioses. Los mayas y los incas no embalsamaban a los muertos, pero gracias al clima frío y seco de la montaña los cuerpos de personas que vivieron hace siglos se han conservado hasta hoy.
Analizando la piel, el pelo o los tejidos de estos cuerpos podemos aprender muchísimo sobre civilizaciones pasadas: qué comían, cómo era el aire que respiraban, dónde vivían y con quién… De esta forma, también nos conocemos un poco mejor a nosotros mismos. Es como si las momias nos hablaran desde el pasado.